Trabajo nos costó, sobre todo a Jasón, dejar Lemmos. Y en mala hora lo hicimos.
Como primera desgracia, nuestra escala en la Propóntide. El rey Cícico nos recibió espléndidamente, pero, cuando dejamos la isla, una tormenta torció el timón de Tifis que, desorientado, nos llevó otra vez al mismo punto de donde habíamos salido. En la noche, los hombres de Cícico nos tomaron por enemigos y dieron la alarma. Tampoco nosotros los reconocimos. Me avergüenza decir que en la batalla fui yo mismo quien mató al buen rey. No pudimos hacer más que tributarle unos magníficos funerales. Que nos perdone, esté donde esté.
Pero lo peor, al menos para mí, ya que a Jasón no parece importarle nada más que su persona, fue la pérdida de mi joven Hylas. Lo crié como un hijo, puesto que tuve la suerte o la desgracia de matar a su padre en un combate, aunque terminó siendo para mí la más importante de las criaturas.
Días después de salir de la Propóntide arribamos a la costa de Misia y los celebramos una competición de remo para distraernos. Uno tras otro, los héroes se fueron cansando, hasta que sólo quedamos Jasón y yo. Y tan poderosamente impulsaba yo el remo que finalmente el palo, de madera y tan grueso como mi propio brazo, se partió en dos.
Al caer del día, casi a la hora de la cena, llegamos al puerto misio de Quíos, a la embocadura del río del mismo nombre. Como teníamos buenas relaciones con ellos, los misios nos acogieron cálidamente, con un gran banquete, provisiones y de vino. Yo me adentré en un bosque para poder arrancar un abeto y hacerme un nuevo remo.
Mientras, Hylas tomó un cántaro de bronce y se alejó solo, buscando un manantial sagrado, con la intención de coger agua. Cuando llegó a él, las danzas de las ninfas acababan de empezar, porque era su costumbre honrar a Artemisa con cánticos y danzas por la noche. Driope, una de ellas, vio al muchacho en la orilla. Afrodita, la diosa del amor, hizo que su corazón enloqueciese de amor.
En cuanto el incauto muchacho introdujo el cántaro en la corriente, ella dejó caer su brazo izquierdo sobre su cuello de y le hizo caer. Su grito ahogado sólo pudo ser oído por el héroe Polifemo, que corrió junto a él.
Pero ya solo encontró el cántaro. Cuando regresé con la madera, me contó rápidamente lo ocurrido. Corrí desesperado al manantial, grité tres veces "¡Hylas!" tan alto como pudo, pero el joven ya no podía responderme.
Polifemo y yo buscamos toda la noche, e hicieron que se nos uniesen todos los misios, pero sin resultado, pues Hylas había sido seducido por las ninfas y se quedó a vivir con ellas en una cueva bajo el agua.
Jasón no quiso esperarme y partió sin mí. No lo sentí demasiado, aunque haya quien diga lo contrario. Nunca me cayó bien Jasón y no sentía ningún deseo de continuar la aventura sin mi querido niño.
Como primera desgracia, nuestra escala en la Propóntide. El rey Cícico nos recibió espléndidamente, pero, cuando dejamos la isla, una tormenta torció el timón de Tifis que, desorientado, nos llevó otra vez al mismo punto de donde habíamos salido. En la noche, los hombres de Cícico nos tomaron por enemigos y dieron la alarma. Tampoco nosotros los reconocimos. Me avergüenza decir que en la batalla fui yo mismo quien mató al buen rey. No pudimos hacer más que tributarle unos magníficos funerales. Que nos perdone, esté donde esté.
Pero lo peor, al menos para mí, ya que a Jasón no parece importarle nada más que su persona, fue la pérdida de mi joven Hylas. Lo crié como un hijo, puesto que tuve la suerte o la desgracia de matar a su padre en un combate, aunque terminó siendo para mí la más importante de las criaturas.
Días después de salir de la Propóntide arribamos a la costa de Misia y los celebramos una competición de remo para distraernos. Uno tras otro, los héroes se fueron cansando, hasta que sólo quedamos Jasón y yo. Y tan poderosamente impulsaba yo el remo que finalmente el palo, de madera y tan grueso como mi propio brazo, se partió en dos.
Al caer del día, casi a la hora de la cena, llegamos al puerto misio de Quíos, a la embocadura del río del mismo nombre. Como teníamos buenas relaciones con ellos, los misios nos acogieron cálidamente, con un gran banquete, provisiones y de vino. Yo me adentré en un bosque para poder arrancar un abeto y hacerme un nuevo remo.
Mientras, Hylas tomó un cántaro de bronce y se alejó solo, buscando un manantial sagrado, con la intención de coger agua. Cuando llegó a él, las danzas de las ninfas acababan de empezar, porque era su costumbre honrar a Artemisa con cánticos y danzas por la noche. Driope, una de ellas, vio al muchacho en la orilla. Afrodita, la diosa del amor, hizo que su corazón enloqueciese de amor.
En cuanto el incauto muchacho introdujo el cántaro en la corriente, ella dejó caer su brazo izquierdo sobre su cuello de y le hizo caer. Su grito ahogado sólo pudo ser oído por el héroe Polifemo, que corrió junto a él.
Pero ya solo encontró el cántaro. Cuando regresé con la madera, me contó rápidamente lo ocurrido. Corrí desesperado al manantial, grité tres veces "¡Hylas!" tan alto como pudo, pero el joven ya no podía responderme.
Polifemo y yo buscamos toda la noche, e hicieron que se nos uniesen todos los misios, pero sin resultado, pues Hylas había sido seducido por las ninfas y se quedó a vivir con ellas en una cueva bajo el agua.
Jasón no quiso esperarme y partió sin mí. No lo sentí demasiado, aunque haya quien diga lo contrario. Nunca me cayó bien Jasón y no sentía ningún deseo de continuar la aventura sin mi querido niño.