Fui poeta y músico. Tocaba la lira. Mis melodías tenían el poder de conmover a las rocas, los árboles inclinaban las ramas a mi paso, conseguía amansar a las fieras y dulcificar el carácter de los hombres.
Mi padre fue el rey de los tracios, Eagro, aunque hay quien dice que en verdad soy hijo de Apolo. Pero no es verdad. Mi arte se debe a que mi madre es la musa Calíope, y de ella lo he heredado.
Participé en la expedición de los Argonautas. Aconsejado por Hera, Jasón me llevó consigo, y le fui útil. Gracias a mi música se durmió el dragón que guardaba el Vellocino, y las peligrosas sirenas no cantaron por escucharla.
Pero el mito que realmente ha quedado en la memoria de los hombres ha sido mi descenso a los infiernos en busca de mi esposa Eurídice.
Yo la amaba tiernamente. Pero un día, mientras ella se paseaba con sus compañeras por un prado de Tracia, fue sorprendida por Aristeo, un hijo de Apolo, que, embelesado por su belleza, se abalanzó sobre ella con la intención de forzarla. Para evitar la violación, Eurídice emprendió una veloz carrera. Por desgracia, aunque logró huir, quedó rendida de cansancio, y se durmió al pie de un árbol. Fue mordida por una serpiente y murió. Cuando descubrí su muerte, el dolor que sentí fue tan hondo que decidí adentrarme en los infiernos para rescatarla de las fauces de la muerte.
Gracias al hechizo que mis melodías producían, pude adentrarse en el Tártaro. Primero embelesé con mi música a Caronte, que consintió en llevarme a través de la laguna Estigia. Después mis cantos embrujaron a Cerbero, el perro que cuida la entrada del Hades. Mi música tuvo el poder de detener los suplicios de los condenados, la rueda de Ixión dejó de girar, la piedra de Sísifo quedó en equilibrio, Tántalo olvidó momentáneamente su eterna hambre y sed, las Danaides dejaron de llenar su tonel sin fondo. Tampoco los tres jueces infernales, Minos, Éaco y Radamantis quedaron indiferentes ante mi música. Impresionados los dioses del inframundo, Hades y Perséfone, ante tales pruebas de amor, consintieron en devolverme a mi amada. Solo me pusieron una condición: que saliera con Eurídice de los Infiernos sin volver la vista atrás, sin mirarla, hasta que llegase a la luz del sol. Así que comencé a caminar hacia la salida. Con el sonido de mi lira guiaba a mi querida ninfa a través de la oscuridad. Cuando ya estaba cerca de la luz, ella tropezó y se quejó, y yo, instintivamente, e incapaz de resistirme, volví la cara. En el momento en que mis ojos se posaron sobre mi mujer, Eurídice desapareció para siempre y me vi obligado a regresar al mundo de los vivos sin ella.
A partir de ahí, mi vida careció de sentido. Años más tarde me llegó la muerte, y esta fue cruel, pues morí despedazado por las mujeres tracias, despechadas por mis negativas, ya que no quise volver a casarme. Pero no me importó, porque ya estaba muerto en realidad. Las mujeres tracias arrojaron mi cuerpo despedazado, junto con mi lira, al agua. Los trozos llegaron a Lesbos donde se les dio sepultura, y de la tumba a veces salía el sonido de una lira. También se cuenta aún cómo se desató una peste en la desembocadura del río Meles y el oráculo declaró que la peste cesaría tras ofrendar honras fúnebres a mi cabeza, que fue encontrada por unos marineros, aún sangrante, y sobre la misma lira.
Participé en la expedición de los Argonautas. Aconsejado por Hera, Jasón me llevó consigo, y le fui útil. Gracias a mi música se durmió el dragón que guardaba el Vellocino, y las peligrosas sirenas no cantaron por escucharla.
Pero el mito que realmente ha quedado en la memoria de los hombres ha sido mi descenso a los infiernos en busca de mi esposa Eurídice.
Yo la amaba tiernamente. Pero un día, mientras ella se paseaba con sus compañeras por un prado de Tracia, fue sorprendida por Aristeo, un hijo de Apolo, que, embelesado por su belleza, se abalanzó sobre ella con la intención de forzarla. Para evitar la violación, Eurídice emprendió una veloz carrera. Por desgracia, aunque logró huir, quedó rendida de cansancio, y se durmió al pie de un árbol. Fue mordida por una serpiente y murió. Cuando descubrí su muerte, el dolor que sentí fue tan hondo que decidí adentrarme en los infiernos para rescatarla de las fauces de la muerte.
Gracias al hechizo que mis melodías producían, pude adentrarse en el Tártaro. Primero embelesé con mi música a Caronte, que consintió en llevarme a través de la laguna Estigia. Después mis cantos embrujaron a Cerbero, el perro que cuida la entrada del Hades. Mi música tuvo el poder de detener los suplicios de los condenados, la rueda de Ixión dejó de girar, la piedra de Sísifo quedó en equilibrio, Tántalo olvidó momentáneamente su eterna hambre y sed, las Danaides dejaron de llenar su tonel sin fondo. Tampoco los tres jueces infernales, Minos, Éaco y Radamantis quedaron indiferentes ante mi música. Impresionados los dioses del inframundo, Hades y Perséfone, ante tales pruebas de amor, consintieron en devolverme a mi amada. Solo me pusieron una condición: que saliera con Eurídice de los Infiernos sin volver la vista atrás, sin mirarla, hasta que llegase a la luz del sol. Así que comencé a caminar hacia la salida. Con el sonido de mi lira guiaba a mi querida ninfa a través de la oscuridad. Cuando ya estaba cerca de la luz, ella tropezó y se quejó, y yo, instintivamente, e incapaz de resistirme, volví la cara. En el momento en que mis ojos se posaron sobre mi mujer, Eurídice desapareció para siempre y me vi obligado a regresar al mundo de los vivos sin ella.
A partir de ahí, mi vida careció de sentido. Años más tarde me llegó la muerte, y esta fue cruel, pues morí despedazado por las mujeres tracias, despechadas por mis negativas, ya que no quise volver a casarme. Pero no me importó, porque ya estaba muerto en realidad. Las mujeres tracias arrojaron mi cuerpo despedazado, junto con mi lira, al agua. Los trozos llegaron a Lesbos donde se les dio sepultura, y de la tumba a veces salía el sonido de una lira. También se cuenta aún cómo se desató una peste en la desembocadura del río Meles y el oráculo declaró que la peste cesaría tras ofrendar honras fúnebres a mi cabeza, que fue encontrada por unos marineros, aún sangrante, y sobre la misma lira.