Fui la esposa de Ulises. Infeliz por mucho tiempo, ya que, cuando solo llevaba un año casada y acababa de nacer mi único hijo, Telémaco, mi querido marido marchó, contra su voluntad, a una guerra que había de prolongarse diez años.
Pero peor fue el regreso. Odiado por Poseidón, víctima a veces de la imprudencia de sus hombres, permaneció en el mar otros diez largos años. Mi hijo se hizo hombre, partió incluso a buscar a su padre, de quien todos decían que había muerto. Solo yo, en el fondo de mi corazón, sabía que vivía.
Permanecí fiel a su memoria, esperando su vuelta, asediada por hombres que devoraban mi hacienda y me obligaban a desposar a alguno de ellos. Les prometí que elegiría cuando terminara de tejer la mortaja de Laertes, mi suegro.
Y al fin llegó el día en que volvió Ulises.
Atenea, que lo protegía, buscaba la destrucción de mis pretendientes. Le ordenó disfrazarse, cambió su apuesto porte por el de un anciano decrépito y harapiento. Así, acompañado del buen Eumeo, nuestro porquerizo, que lo reconoció a pesar de su disfraz, acudió al palacio, indignado por la actitud de los nobles de la isla. Ya mi hijo había regresado, evitando también las traiciones de mis pretendientes.
Juntos Ulises y él prepararon un plan para acabar con la vida de esos canallas: Telémaco iría a la mañana siguiente a palacio; el padre acudiría a los tres días con el pastor. Dejarían que le ultrajasen, prepararían las armas y, con la ayuda de Atenea, los matarían a todos.
Llegó Telémaco a palacio,según el plan trazado, no sin antes ordenar a Eumeo que condujese al anciano a la población para mendigar comida y bebida.
A los tres días, Eumeo condujo al anciano a la ciudad. Los arrogantes pretendientes le humillaron cuando pidió limosna y comida.
Esto llegó a mis oídos, e hice venir al anciano a mis aposentos para preguntarle si tenía noticias de Ulises. Él respondió que me contestaría a la puesta del sol.
No fue éste el único desprecio que Ulises recibió en el palacio.
Cuando los pretendientes se retiraron ese anochecer, Ulises se acercó a Telémaco y le dijo: "Telémaco, es preciso llevar adentro las armas y engañar a los pretendientes cuando las echen de menos y te pregunten por ellas." Los dos llevaron los cascos, escudos y lanzas al interior del palacio.
También las esclavas que estaban a mi servicio le injuriaron. Melanto tenía relaciones con alguno de ellos. La presencia de Ulises le importunaba, por lo que le envió fuera del palacio. Al enterarme, le reproché su actitud e hice que entrara el anciano mendigo en mi habitación. Este me contó que era cretense y había ofrecido hospitalidad a Ulises en su ciudad. Le pedí pruebas de lo que decía; él me describió su forma de vestir. No pude contener el llanto, desconfiando de sus palabras, no lo creí; le confié, no obstante, mis planes para el futuro: colocaría en línea recta doce aros para hacer pasar, como solía Ulises, una flecha por todos ellos. Aseguré que me casaría con aquel que manejase mejor su arco, lo armase e hiciera pasar la flecha por el ojo de las hachas. Ulises me respondió no difiriera por más tiempo ese certamen, ya que mi esposo llegaría antes que ellos y les vencería.
Así fue. Acabó con todos ellos. Aún tras su victoria dudé de su identidad, tan larga había sido mi espera, tanto habíamos cambiado en todo, menos en nuestros sentimientos. Yo no le quise reconocer hasta que él me relató detalles de nuestra noche de bodas que solo nosotros podíamos conocer.
Gracias a Atenea, que lo condujo de vuelta a Ítaca y alargó la noche de nuestro reencuentro, para que pudiéramos gozar del amor tan largamente añorado.
Pero peor fue el regreso. Odiado por Poseidón, víctima a veces de la imprudencia de sus hombres, permaneció en el mar otros diez largos años. Mi hijo se hizo hombre, partió incluso a buscar a su padre, de quien todos decían que había muerto. Solo yo, en el fondo de mi corazón, sabía que vivía.
Permanecí fiel a su memoria, esperando su vuelta, asediada por hombres que devoraban mi hacienda y me obligaban a desposar a alguno de ellos. Les prometí que elegiría cuando terminara de tejer la mortaja de Laertes, mi suegro.
Y al fin llegó el día en que volvió Ulises.
Atenea, que lo protegía, buscaba la destrucción de mis pretendientes. Le ordenó disfrazarse, cambió su apuesto porte por el de un anciano decrépito y harapiento. Así, acompañado del buen Eumeo, nuestro porquerizo, que lo reconoció a pesar de su disfraz, acudió al palacio, indignado por la actitud de los nobles de la isla. Ya mi hijo había regresado, evitando también las traiciones de mis pretendientes.
Juntos Ulises y él prepararon un plan para acabar con la vida de esos canallas: Telémaco iría a la mañana siguiente a palacio; el padre acudiría a los tres días con el pastor. Dejarían que le ultrajasen, prepararían las armas y, con la ayuda de Atenea, los matarían a todos.
Llegó Telémaco a palacio,según el plan trazado, no sin antes ordenar a Eumeo que condujese al anciano a la población para mendigar comida y bebida.
A los tres días, Eumeo condujo al anciano a la ciudad. Los arrogantes pretendientes le humillaron cuando pidió limosna y comida.
Esto llegó a mis oídos, e hice venir al anciano a mis aposentos para preguntarle si tenía noticias de Ulises. Él respondió que me contestaría a la puesta del sol.
No fue éste el único desprecio que Ulises recibió en el palacio.
Cuando los pretendientes se retiraron ese anochecer, Ulises se acercó a Telémaco y le dijo: "Telémaco, es preciso llevar adentro las armas y engañar a los pretendientes cuando las echen de menos y te pregunten por ellas." Los dos llevaron los cascos, escudos y lanzas al interior del palacio.
También las esclavas que estaban a mi servicio le injuriaron. Melanto tenía relaciones con alguno de ellos. La presencia de Ulises le importunaba, por lo que le envió fuera del palacio. Al enterarme, le reproché su actitud e hice que entrara el anciano mendigo en mi habitación. Este me contó que era cretense y había ofrecido hospitalidad a Ulises en su ciudad. Le pedí pruebas de lo que decía; él me describió su forma de vestir. No pude contener el llanto, desconfiando de sus palabras, no lo creí; le confié, no obstante, mis planes para el futuro: colocaría en línea recta doce aros para hacer pasar, como solía Ulises, una flecha por todos ellos. Aseguré que me casaría con aquel que manejase mejor su arco, lo armase e hiciera pasar la flecha por el ojo de las hachas. Ulises me respondió no difiriera por más tiempo ese certamen, ya que mi esposo llegaría antes que ellos y les vencería.
Así fue. Acabó con todos ellos. Aún tras su victoria dudé de su identidad, tan larga había sido mi espera, tanto habíamos cambiado en todo, menos en nuestros sentimientos. Yo no le quise reconocer hasta que él me relató detalles de nuestra noche de bodas que solo nosotros podíamos conocer.
Gracias a Atenea, que lo condujo de vuelta a Ítaca y alargó la noche de nuestro reencuentro, para que pudiéramos gozar del amor tan largamente añorado.