Fui hija de Bisaltes, un hombre poderoso, y podía haber sido muy afortunada en esta vida terrena. Dotada de una singular hermosura, contaba con decenas de nobles y apuestos pretendientes, hasta el punto de que mi pobre corazoncito no era capaz de escoger. El destino decidió por mí. Me gustaba nadar en el mar, y Poseidón me veía atravesar las aguas con la gracia de una sirena. Me raptó y, para que nadie nos molestara en lo que él imaginaba iba a ser una luna de miel apasionada e interminable, me llevó a la lejana y desconocida isla de Crumisa, donde me poseyó (os juro que no fue para tanto). Mis hermanos y, sobre todo, mis apuestos pretendientes no dejaron de buscarme, hasta el punto de que encontraron la pequeña isla. Poseidón, para ocultarme, me transformó en oveja (para mi vergüenza he de confesar que ni con eso cesó su deseo, con lo que quedé embarazada). La isla era tan tranquila y paradisíaca que alguno de mis hermanos decidió quedarse allí. Poseidón, finalmente, abandonó la isla y allí me dejó también a mí, olvidando devolverme mi forma humana. Sufrí indeciblemente. Cuando mi preñez llegó a su término parí un precioso corderillo que tenía íntegra la lanita de oro. Me lo arrebataron, pues su destino era engrosar los rebaños del rey de Micenas, bajo la excusa de que el cachorrillo tenía el poder de decidir quién debía gobernar en cada lugar, por indicación expresa del Olimpo. ¿Quién era yo para oponerme, más en mi actual forma de oveja? La piel de mi pobre hijo, ya que no él mismo, ganó fama y gloria con los hechos legendarios de los Argonautas. Seguro que mi nombre anda aún en boca de la gente gracias a ello. Pero mi vida fue bastante aburridita, os lo aseguro.