Mis dos hermanos varones lucharon por el trono de Tebas. Se suponía que Eteocles y Polinices se iban a turnar el trono periódicamente, pero Eteocles decidió quedarse en el poder después de cumplido su período. Polinices buscó ayuda en las ciudades vecinas, y con un gran ejército regresó para reclamar lo que era suyo. La guerra concluyó con la muerte de mis dos hermanos, cada uno a manos del otro, como decía la profecía. Mi tío Creonte, entonces, volvió, por segunda vez, a regir los destinos de Tebas. Decretó, en un rapto inaudito de soberbia que, por haber traicionado a su patria, el cadáver de Polinices no sería enterrado dignamente y se dejaría a las afueras de la ciudad al alcance de las aves carroñeras. Los honores fúnebres son muy importantes para nosotros, los griegos, pues creemos que el alma de un cuerpo que no sea enterrado está condenada a vagar por la tierra eternamente, porque Caronte no permite que cruce la laguna Estigia. Por tal razón decidí enterrar a mi hermano y realizar sobre su cuerpo los correspondientes ritos, aunque desobedeciera a mi tío Creonte, mi tío y mi futuro suegro (pues estaba comprometida con Hemón, su hijo). La desobediencia me supuso la condena a muerte: condenada a ser enterrada viva, hallé la muerte en mi estrecha tumba. No me falló el hombre al que adoraba: Hemón quiso salvarme, al enterarse de la crueldad de su padre, pero llegó tarde: al entrar en la cripta y verme muerta, clavó su espada en sus propias entrañas; mientras tanto, Eurídice, esposa de Creonte y madre de Hemón, se suicidó al saber que su hijo había muerto. Creonte se arrepintió, también demasiado tarde.Yo no lamento nada. Hice lo que debía. Como cuando, niña aún, tomé el camino del exilio para cuidar de mi padre. Lo único que lloré ante Creonte lo dije. Y estas fueron, justamente, mis palabras:
“¡Ay tumba! ¡Ay, lecho nupcial! ¡Ay, subterránea morada que siempre más ha de guardarme! Hacia ti van mis pasos para encontrar a los míos. De ellos, cuantioso número ha acogido ya Perséfona20, todos de miserable muerte muertos: de ellas, la mía es la ultima y la mas miserable; también yo voy allí abajo, antes de que se cumpla la vida que. el destino me había concedido; con todo, me alimento en la esperanza, al ir, de que me quiera mi padre cuando llegue; sea bien recibida por ti, madre, y tú me aceptes, hermano querido. Pues vuestros cadáveres, yo con mi mano los lave, yo los arreglé sobre vuestras tumbas hice libaciones. En cuanto a ti, Polinices, por observar el respeto debido a tu cuerpo, he aquí lo que obtuve... Las personas prudentes no censuraron mis cuidados, no, porque, ni se hubiese tenido hijos ni si mi marido hubiera estado consumiéndose de muerte, nunca contra la voluntad del pueblo hubiera sumido este doloroso papel. ¿Que en virtud de qué ley digo esto? Marido, muerto el uno, otro habría podido tener, y hasta un hijo del otro nacido, de haber perdido el mío. Pero, muertos mi padre, ya, y mi madre, en el Hades los dos, no hay hermano que pueda haber nacido. Por esta ley, hermano, te honré a ti mas que a nadie, pero a Creonte esto le parece mala acción y terrible atrevimiento. Y ahora me ha cogido, así, entre sus manos, y me lleva, sin boda, sin himeneo, sin parte haber tenido en esponsales, sin hijos que criar; no, que así, sin amigos que me ayuden, desgraciada, viva voy a las tumbas de los muertos: ¿por haber transgredido una ley divina?, ¿ y cuál? ¿De qué puede servirme, pobre, mirar a los dioses? ¿A cuál puedo llamar que me auxilie? El caso es que mi piedad me ha ganado el título de impía, y si el título es valido para los dioses, entonces yo, que de ello soy tildada, reconoceré mi error; pero si son los demás que van errados, que los males que sufro no sean mayores que los que me imponen, contra toda justicia”.
(Sófocles, Antígona)
“¡Ay tumba! ¡Ay, lecho nupcial! ¡Ay, subterránea morada que siempre más ha de guardarme! Hacia ti van mis pasos para encontrar a los míos. De ellos, cuantioso número ha acogido ya Perséfona20, todos de miserable muerte muertos: de ellas, la mía es la ultima y la mas miserable; también yo voy allí abajo, antes de que se cumpla la vida que. el destino me había concedido; con todo, me alimento en la esperanza, al ir, de que me quiera mi padre cuando llegue; sea bien recibida por ti, madre, y tú me aceptes, hermano querido. Pues vuestros cadáveres, yo con mi mano los lave, yo los arreglé sobre vuestras tumbas hice libaciones. En cuanto a ti, Polinices, por observar el respeto debido a tu cuerpo, he aquí lo que obtuve... Las personas prudentes no censuraron mis cuidados, no, porque, ni se hubiese tenido hijos ni si mi marido hubiera estado consumiéndose de muerte, nunca contra la voluntad del pueblo hubiera sumido este doloroso papel. ¿Que en virtud de qué ley digo esto? Marido, muerto el uno, otro habría podido tener, y hasta un hijo del otro nacido, de haber perdido el mío. Pero, muertos mi padre, ya, y mi madre, en el Hades los dos, no hay hermano que pueda haber nacido. Por esta ley, hermano, te honré a ti mas que a nadie, pero a Creonte esto le parece mala acción y terrible atrevimiento. Y ahora me ha cogido, así, entre sus manos, y me lleva, sin boda, sin himeneo, sin parte haber tenido en esponsales, sin hijos que criar; no, que así, sin amigos que me ayuden, desgraciada, viva voy a las tumbas de los muertos: ¿por haber transgredido una ley divina?, ¿ y cuál? ¿De qué puede servirme, pobre, mirar a los dioses? ¿A cuál puedo llamar que me auxilie? El caso es que mi piedad me ha ganado el título de impía, y si el título es valido para los dioses, entonces yo, que de ello soy tildada, reconoceré mi error; pero si son los demás que van errados, que los males que sufro no sean mayores que los que me imponen, contra toda justicia”.
(Sófocles, Antígona)